sábado, 13 de junio de 2015

De Venecia a Marchena

El Teatro de la Zarzuela ha cerrado su temporada lírica con cinco únicas funciones de zarzuela que han permitido la recuperación de dos títulos no demasiado frecuentes en el repertorio establecido, estrenados durante la década de los años 20, de un lado la opereta La dogaresa (1920) de Rafael Millán, y de otro la comedia lírica La marchenera (1928) de Federico Moreno Torroba.


Al igual que ocurrió la pasada temporada con la denominada Trilogía de los Fundadores, ahora se ha vuelto a optar por una versión a medio camino entre la clásica propuesta de concierto y la puesta en escena; en suma, un concierto dramatizado o semiescenificación de ambas obras a cargo de Javier de Dios, que ha elaborado sendas dramaturgias escénicas, novedosas y sumamente teatrales, que sustituyen las partes habladas de los libretos originales por la inclusión de dos personajes netamente actorales que vehiculan argumentalmente cada una de las dos obras y que se apoyan en una intuitiva iluminación de tonalidades cambiantes debida a David J. Díaz.

Comenzando con La dogaresa, son dos de los personajes secundarios de la trama, Rosina y su esposo el comerciante Marco, pero a la vez claves y esenciales para el desenlace de la misma, los que se han encargado de narrar la acción, implicándose activamente en ella, de este melodrama veneciano en la época de los Dux, encarnados en una muy avispada y desenvuelta Beatriz Argüello y un no menos implicado David Lorente. A pesar de obviar el texto hablado primigenio de Antonio López Monís, la forma más sencilla de la nueva dramaturgia no hace decaer nunca el ritmo escénico y ayuda óptimamente a no perder la inteligibilidad argumental de la obra.

El reparto vocal, que se limita a salir a escena y cantar su parte con pequeñas interacciones con el resto de personajes, ha contado primeramente con la soprano Ximena Agurto como la dogaresa Marieta, de voz especialmente aguda, la cual dotó a su personaje de una interpretación sumamente sentida, perfilando su exigente romanza de entrada con una coloratura pulcramente dibujada y bordando sobre todo su bellísimo solo "Las flores de mil colores" que posee en mitad del concertante del primer acto. Asimismo, imprimió tanto exaltación amorosa en el dúo con su amado Paolo como gravedad y abandono en el que mantiene con Miccone. El tenor Sergio Escobar, de amplios y poderosos mimbres vocales, regaló una soberbia y varonil romanza, destacando por ser el cantante de mayor proyección y volumen vocal de toda la velada.

En el caso del bufón Miccone se ha contado con la participación del barítono coreano Jong-Hoon Heo, de instrumento discreto, que a las inevitables dificultades en la pronunciación castellana se ha añadido por su parte una levedad que ha caracterizado en general toda la interpretación. En su dúo con Zabulón (el de la melodiosa frase "Si una mujer nos enamora") el carácter desangelado del mismo se puso de manifiesto al tener que reducir su proyección el bajo búlgaro Ivo Stanchev para permitir el encaje con Heo, que por otro lado sobrellevó el conclusivo ritmo sincopado de la complicada tarantela "Un conde fue", su aportación más aplaudida. Para el alter ego cantado del personaje de Rosina, la soprano María José Martos tuvo menos gracejo en su dúo con Zabulón que en el encantador y seductor quinteto de los pajes, con el delicioso aporte, variado entre registros, de las cuatro eficacísimas cantantes Hevila Cardeña, Teresa Castal, Nuria García-Arrés y Nuria Lorenzo. Por último, la soprano Milagros Martín volvió a demostrar su enorme experiencia escénica en el escueto papel de la gitana, de la cual brindó una recreación inquietante, apoyada en un firme e incisivo registro grave, una de sus mayores bazas vocales actuales.

Como aparición estelar, es altamente destacable la participación de la intachable Rondalla Lírica de Madrid "Manuel Gil" comandada por su director Enrique García Requena, una de las más prestigiosas, expertas y talentosas del panorama musical actual, cuyos miembros salieron a escena para acompañar la amorosa serenata de Paolo ("Ya duerme Venecia tranquila").

La obra de Rafael Millán consiguió brillar en los atriles de una magnífica formación invitada por el coliseo de la calle Jovellanos, la Orquesta Sinfónica de Navarra, que bajo la siempre muy atinada y controlada batuta del maestro titular del teatro, Cristóbal Soler, aportó con colorido y belleza en la sonoridad los múltiples y ricos matices instrumentales que el compositor andaluz destinó para esta hermosa partitura, su más acabada obra lírica.


En La marchenera, la concepción dramatúrgica de Javier de Dios es bien distinta, y no tan eficaz y dinámica, por lo enrevesada, desde el punto de vista escénico. Aquí se nos presenta la narración del argumento de la zarzuela de Moreno Torroba a través de la confección del libreto realizada por dos personajes ficticios, surgidos de la mente de de Dios. 

En el Madrid de 1927 (un año antes del estreno de esta zarzuela), el joven libretista Serafín Bravo viene a presentarse con inquietudes teatrales al maduro autor don Blas Cantero, que tiene pensado montar una zarzuela en su teatro. Sus concepciones teatrales bien distintas (el joven escritor más interesado en renovar y revitalizar la escena teatral española alejándola de los viejos estereotipos del pasado y el viejo empresario en continuar cultivando el teatro popular y comercial de éxito asegurado), harán que el argumento de la zarzuela (ambientado en Marchena durante el gobierno del militar Espartero) se vaya ideando al alimón por ambos bajo la luz de una lamparilla en un oscuro rincón del viejo teatro, caminando por cauces seguros y consensuados en ocasiones, y en otras degenerando en disensos y discusiones dialécticas que llevarán en un momento dado a que el joven Bravo dé un portazo y abandone el proyecto conjunto, debido a la profunda intransigencia del maduro empresario y a la ausencia de contrato firmado entre ambos. Tras unos días en los que el empresario teatral trabaja solo en la zarzuela con ciertas dificultades, Bravo volverá finalmente para aportar algunas ideas a Cantero, pudiendo éste valorarlas y permitiéndole finalizar la obra lírica que le permita remontar la profunda crisis de público que atraviesa su teatro, de cuyo dato nos enteramos hacia la mitad del proceso compositivo del texto. Toda esa extensa retaíla de pros y contras en el complicado camino hacia la elaboración del libreto de La marchenera, le valen a Javier de Dios para incluir menciones históricas, de teatros de la época, obras líricas, cantantes y artistas (continua es la obsesión del joven con Celia, la gran cupletista argentina Celia Gámez), y autores teatrales, como Valle-Inclán, confesados como auténticos referentes artísticos del bisoño debutante.

En el presente caso, teniendo en cuenta de nuevo esa muy elaborada teatralización alternativa (en este caso al libreto original de Ricardo González del Toro y Fernando Luque), el componente dramatúrgico choca de lleno con la propia acción dramática de la zarzuela de Moreno Torroba, por lo que nos encontramos ante universos paralelos, que hace digamos más artificial el encaje escenográfico entre ambos, si bien, y a pesar del general carácter enrevesado del proceso creativo, algunos instantes concretos son sumamente efectivos teatralmente, como los entusiastas parlamentos en solitario de don Blas en su estudio preparando el tenso final del acto segundo de la zarzuela, el momento en que el Conde de Hinojares se prepara para lanzarse a la búsqueda del indigno Don Félix Samaniego, que ha paseado en caballo por toda Marchena a su hija Valentina.

 

El reparto vocal de La marchenera se ha apreciado aún más redondo y perfecto si cabe que el de La dogaresa, ya que todos sus miembros han encajado plenamente en el engranaje general. De un lado teníamos el felicísimo retorno al Teatro de la Zarzuela del barítono Carlos Álvarez como el Conde, este mismo escenario donde debutó precisamente con el género zarzuela, en la mítica producción de Emilio Sagi de La del manojo de rosas (1988). Marmórea y timbradísima se erige de nuevo la voz del malagueño, que tras su lamentable periodo de enfermedad vocal ha recuperado todo su brillo, pureza y esplendor, todo su metal más rico y su variada gama de matices tímbricos, así como su profunda densidad. Dio verdaderas muestras de musicalidad y expresión así como de señorial y gallarda presencia escénica en su romanza de entrada y en esa belleza de dúo que mantiene junto a Paloma en el tercer acto y que posee la melodía final del inspiradísimo intermedio orquestal.

No le fue a la zaga al malagueño el tenor Alejandro Roy (autor del primer bis desde hace mucho tiempo en una producción de Alma de Dios de este mismo escenario) que dando vida a Félix Samaniego cautivó al espectador a través de su nobleza de canto, su timbre claro y mate y unos portentosos, firmísimos agudos que colocaba con limpieza, coronando espléndidamente sus dos bellas romanzas. Pese a todo, podría parecer que el claro instrumento de Roy es como un finísimo hilo a punto de quebrarse, pero contra toda prevención, sorprende cómo esa aparente fragilidad despunta el vuelo hacia las alturas con firmeza y seguridad, arriesgando siempre con éxito. 

Como Paloma, la soprano Amparo Navarro se puede decir que ha hecho uno de los grandes papeles de su carrera. Al igual que Roy, cómoda en la tesitura y muy segura en el agudo, de asentada técnica y pertinente estilo vocal, subraya y matiza con intención el texto cantado, aportando presencia y garra dramática al seguro pero a la vez débil personaje titular. Navarro lo ha hecho suyo con una facilidad y una seguridad pasmosas, ayudada igualmente por su natural espontaneidad, que la permitió bailar con soltura el pegadizo zapateado del acto segundo. Por su parte, la jovencísima soprano de grato material y pastosidad vocal Rocío Ignacio en el breve pero muy agradecido papel de Valentina, convenció en la famosa petenera, dotándola de claroscuros, y en el encantador dúo del columpio, si bien su voz abusó del forte en ocasiones.

De entre la enorme amalgama de episódicos secundarios que posee esta obra, hay que destacar la experimentada faceta cómica de la actriz-cantante Amelia Font, en este caso como Taravilla, y que junto a Gabriel Blanco como tenor cómico en Orentino, derrochó frescura como ninguna, sin descuidar la sencilla vocalidad. Los tenores Emilio Sánchez y Enrique Ruiz del Portal, entre muchísimos otros cantantes, ayudaron con su siempre acertada aportación a rubricar este exquisito (y no meramente costumbrista) cuadro andaluz de mediados del siglo XIX. En ambas zarzuelas, el Coro del Teatro, situado como es habitual en estas versiones semiescenificadas al fondo del escenario sosteniendo sus partituras, realizó una labor encomiable, exhibiendo homogeneidad conjunta, belleza individual entre secciones y perfecta y natural coordinación con los solistas. En esta Marchenera, muchos de sus solistas intervinieron en brevísimas partes cantadas.

Para esta ocasión la Orquesta de la Comunidad de Madrid volvía a colocarse en el foso del teatro, a las órdenes del granadino Miguel Ángel Gómez Martínez, que imprimió elegancia a la filigrana melódica del aparentemente sencillo pero complejísimo tejido orquestal de Moreno Torroba, sosteniendo mesuradamente las intensidades y clímax dramáticos, y dibujando un intermedio orquestal un tanto exageradamente contrastado a nivel de rítmica y dinámica, ajustándose a otra versión de orquestación diferente a la que aparece en la única grabación discográfica de la zarzuela dirigida por el propio autor.



No hay comentarios: